lunes, 22 de febrero de 2010

Melpómene

Ren Messner terminó de impartir su clase semanal de pintura en el orfanato. Le encantaba su labor social como voluntario. Compró el periódico y lo ojeó de camino a casa en el autobús. Un anuncio de la sección compra-venta llamó su atención.

“Regalo mi musa. Interesados contactad a la atención de Martin Reuel Edwards.”

Seguido se indicaba una dirección y un teléfono. El nombre le sonaba, y recordó de que al verlo impreso en la portada del libro de la señora que se sentaba frente a él. En los últimos veinte años M. R. Edwards se había convertido en un escritor de culto, con veinte best sellers indispensables en cualquier colección.

Una vez en casa, recortó el anuncio con sus tijeritas azules. Decidió llamar esa misma tarde, y acordó una cita con el escritor de áspera voz para el día siguiente, con la esperanza de obtener algo interesante que plasmar sobre el lienzo.

Una vez ante la casa, pulsó el timbre, sacando el recorte de su bolsillo para asegurar una vez más que se trataba de la dirección correcta.. Esa pequeña vivienda de aspecto decrépito no era lo que se esperaba de un hombre del éxito del señor Edwards.

La puerta apenas se abrió unos grados, y unos pequeños ojos envueltos en gruesas cejas escrutaron al joven proyecto de artista. El pintor se presentó con una amable sonrisa.

El anciano le invitó a pasar sin mediar palabra. Cerró la puerta usando los codos, y Ren pudo ver las mutiladas manos de aquel hombre. Sus dedos estaban torcidos y rajados, medio descarnados y carentes de uñas.

Al pasar al salón, un televisor encendido iluminaba unas paredes sin amueblar, repletas de escritos rascados en el yeso, entre algunas salpicaduras oscuras.

—Me quedé sin papel. Y también sin tinta. –explicó el escritor con su rasposa voz.

Ren se quedó perplejo ante la idea de llevar tan lejos una creación artística. No sabía que decir cuando Martin se adelantó.

—Pintor, al grano. Has venido a por mi musa. Es toda tuya. Te llevaré con ella.

Vista la hosquedad de su anfitrión, Ren decidió guardar un incómodo silencio y seguirle la corriente. El escuálido viejo le guió hasta un sótano, y al pulsar el interruptor se encontró con una muchacha de sensuales curvas, atada de pies y manos a una vieja silla de madera, con un saco de seda en la cabeza como única vestimenta.

—¿Qué representa esto? –el joven saltó alarmado.

Ren se disponía a liberarla cuando el anciano interpuso los restos de su mano.

—Escúchame un momento y luego llama a la policía si quieres. Y que me lleven al manicomio, pero presta atención, muchacho.

El pintor vio la demencia en el anciano y se contuvo, dando una oportunidad de hablar al escritor.

—El ser que tienes ante ti no es humano. No come ni bebe, y, lo que para mí han sido veinte años, para ella no parece haber sido ni un segundo. Pero, lo más inquietante de todo: tan sólo basta un roce de su piel para que las ideas afloren en tu mente. Una caricia hará estallar tu ingenio en mil cuadros magistrales. Arriba tengo un lienzo y acuarelas. Solo tócala y descúbrelo por ti mismo.

Ren no creía ni una sola de las palabras del demente, pero decidió hacer lo que le proponía tan solo para demostrarle que todas esas cosas no eran más que un delirio de su trastornada imaginación.

Se acercó a la muchacha y tomó su mano entrelazando sus dedos, susurrando una disculpa y una promesa. El tacto era cálido y suave, y le insufló una extraña pero dulce sensación.

El pintor se giró para plantar cara al senil, cuando lo que hasta ese momento había considerado desvarío se tornó real. Las imágenes se sucedieron en su mente, cada una más intensa que la anterior. Se encontraba paralizado entre la necesidad de plasmarlas y la de enfrentarse a la alucinación. La locura venció.

Apartó al escritor de su camino y subió escalera arriba. Registró la casa habitación por habitación hasta encontrar el lienzo prometido. Tomó los pinceles y dio forma física al contenido de su cerebro. Acabó jadeando, recostado en una pared ante la que sin duda era la mejor estampa de su vida. Hasta el momento.

—No sé quien es ni lo que es. La llamo Melpómene. Déjame tu dirección y yo mismo me encargaré de empaquetarla y enviártela. No quiero volver a verla.

Ren no daba crédito a sus deseos. Sus convicciones luchaban contra ellos, pero guardó silencio. Martin lo interpretó como un acuerdo.

—Es tuya. Úsala tanto como quieras. Pero tan solo una advertencia: ten cuidado al tocarla. No pases demasiado tiempo a su lado, y jamás, por mucho que lo llegues a desear, te introduzcas entre sus piernas.

El pintor marchó sin hacer preguntas. En silencio, sin siquiera despedirse. Tan solo dejó una dirección en un pedazo del periódico. En apenas tres días recibió un paquete con la forma de un ataúd en su apartamento. Estuvo horas mirando el bulto envuelto antes de decidirse.

Rasgó el envoltorio con sus tijeras, y abrió el féretro para encontrarla, aún atada y con la cabeza embozada, respirando a través de la seda. Retiró la tela y se encontró cara a cara con ella. Su mirada era triste, con unos sobrenaturales ojos amarillos como dos gotas de ámbar. Rozó sus mejillas y labios con los dedos y la creatividad no tardó nada en activarse totalmente desenfrenada. La encerró en una habitación y cogió los pinceles con ansía mientras se repetía una y otra vez: “No es humana, no es humana”.

Trazo a trazo, lienzo a lienzo, escenas espectaculares, lugares que nunca habría imaginado de otro modo, sucesos de los que nadie pudo oír hablar. De cada color surgía una emoción, cada mezcla resultaba en el tono definitivo. Cada elemento encajaba, cada contraste era capaz de sanar o herir. Su mano bailaba al ritmo de las historias que quedaban infundidas en cada detalle.

Horas más tarde cayó exhausto sobre su silla. Contempló los frutos de su labor: media docena de láminas, tan vivas que creía que en cualquier momento podían entonar cada una su propia melodía. Y con tan solo poner la mano en esos voluptuosos labios.

Una semana, y cada vez más ilustraciones se amontonaron en su estudio de pintura, hasta el punto que invadieron también su sala de estar y su habitación. Cada día mantenía un contacto con Melpómene para empaparse de esa magia. Y cada vez sentía la necesidad de llegar un poco más lejos. Primero fueron caricias tímidas, pero luego pasó a los besos, bajando un poco cada vez, del cuello hasta los pechos.

Dos semanas in crescendo y al final no pudo resistir más. Navegó sus finos y dorados cabellos con los dedos durante horas. La besó apasionadamente y llegó hasta el final, ignorando las advertencias del escritor. La musa lloraba en silencio.

Su cráneo explotó. Agarró todos sus linos y pintó frenético en ellos. Uno tras otro, su mano no era lo bastante rápida para hacer real todo lo que sucedía en su mente, y gruñía furioso cada vez que una de esas geniales ideas escapaba de su mente ante la aparición de otra. Su teléfono sonó varias veces: la familia, el trabajo, los amigos, el voluntariado… No descolgó ninguna de las llamadas.

Su brazo ardía y sus muslos no se tenían en pie cuando se quedó sin lienzos, y recortó su ropa blanca con las tijeras azules para no quedarse sin superficie. Luego vinieron las paredes. Por el tacto áspero de su barba, dedujo que ya llevaba días pintando, pero era incapaz de parar.

Hasta quedarse sin pintura. Exprimió los tubos de óleo hasta la última gota. Dio vueltas en círculo desquiciado, incapaz de contener sus ideas. Se arañó el cuerpo entre estertores.

Al ver las heridas que se había inflingido cayó en la cuenta de que aún le quedaba un líquido con la bastante pigmentación como para dar color. Sin soltar el pincel, tomó sus pequeñas tijeritas azules emitiendo una risa fuera de sí.

1 comentario:

  1. Ojala nos pasara esto más a menudo, musas y escribir hasta la muerte en pleno éxtasis!

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