lunes, 22 de febrero de 2010

La gran cagada de Mr. Grey

Una buena iluminación, un ligero y fresco olor a menta, y unas toallas tan suaves que podrían utilizarse para limpiar culitos de bebé. Un lavabo de cinco estrellas, el del casino Snow. El espejo ante mi no tiene ni una sola mancha, a diferencia de los de antros de mala muerte donde suelo jugar otras noches. Me tomo una pastilla de relajante muscular, con esto no se me escapará ni una sola pista de lo que piense. Gesticulo ante mi reflejo hasta encontrar la expresión perfecta y memorizo mi nuevo rostro hasta dejarlo esculpido sobre mi cráneo.

Son las diez de la noche, hora en que comienza la timba. Hoy juego con los grandes, no se van a dejar pillar tan fácilmente como mis oponentes habituales, pero vamos a jugarnos muchísima más pasta. Al salir del excusado me encuentro andando por un pasillo decorado con cuadros de cocktails con cubitos de hielo que curiosamente recuerdan pechos de mujeres.

Al llegar a la sala privada dos ficus y un gorila con smoking custodian la puerta. Le muestro mi invitación al tipo simiesco y me abre la puerta con una reverencia.

—Bienvenido Mister Grey. Sus compañeros le esperan.

Casi lo olvido, esta noche soy Mister Grey, y llevo una americana y pantalones de pinza a juego con mi nombre. Son de alquiler, y espero rentar su precio con creces en la partida. Es cómoda, quizás hasta compre esta ropa en lugar de devolverla.

El olor a menta que aún saboreaba desaparece al entrar en la sala privada. Una pesada cortina de humo me golpea de lleno en las narices. Habanos fuertes y tabaco negro. Un piano llora una lenta melodía con dos tonos, y, en medio de la sala, la mesa donde mis adversarios esperan.

—Mirad, aquí llega Mister Grey, nuestro nuevo compañero de juego.

Mister White, el dueño del casino, y tan aficionado al producto que ofrece como sus propios clientes. Un color muy apropiado para el albino, con su palidez, su pelo, sus dientes y su traje a juego.

A su izquierda se sienta Mister Brown, un gordito de aspecto afable al que mejor le quedaría el nombre de Mister Siete-dedos-y-medio, viendo la mutilación en su mano izquierda. El otro, como no, Mister Black, una pasa seca, alta, flaca y vestida como un grajo, con un sombrero de ala ancha que probablemente esconde una calvicie mal llevada. Siempre hay un Mister Black.

Intercambiamos saludos y me siento opuesto a White mientras ellos se llevan sus tabacos de la boca al cenicero, añadiendo más humo a la ya cargada atmósfera. Coloco mis fichas bien ordenaditas según valor y color. He ganado muchas partidas para pagarlas y me siento más que preparado para quitar las escamas de estos peces gordos.

Siguiendo las normas de cortesía, el anfitrión es el primero en dar. He hablado con unos cuantos jugadores que pasaron por esta mesa de juego, y todos coinciden en una cosa: Mister White odia a los primerizos en su casino. Irá a por mí aunque eso lo haga perder. Su mirada no da lugar a dudas. Me quiere machacar.

El piano adopta un son menos triste aunque igual de sosegado. Me centro en sus acordes, acompañados del rítmico metrónomo que los marca, mientras me relajo. Mi expresión sigue grabada como una piedra. Brown intenta seguir la música con escaso éxito usando los dedos de su mano buena, mientras Black no para de mover la pierna bajo la mesa.

Tres cartas descubiertas sobre el verde tapete y dos en mi mano. Pareja de sietes no es una gran combinación, pero quiero ver las siguientes. Hacemos las apuestas, aunque White se retira nada más ver lo que lleva. Otra descubierta y ninguno cede. Una última, y esta vez Black se retira. A estas alturas solo tengo una pareja de sietes, así que solo me queda ver si mi oponente también va de farol.

—Hay una duda que me corrompe hace años, Mister Brown. –White interrumpe nuestra contienda- ¿Es cierto que te cortaste esos dos dedos para dar más emoción a tus prácticas de tiro con arco?

La mirada de Brown se nubla. En su cara aparece frustración. Tal vez al perder su concentración se haya reflejado una decepción por sus cartas…

—¡Jaja! –ríe nervioso- Así es. Aunque no lo creáis, estaba cansado de dar siempre en el blanco, y decidí añadir dificultad quitándole unos cuantos dedos.

Obviamente es mentira. Nadie se automutilaría de ese modo por un afán de superación tan estúpido como ese. El cambio en su expresión vino por el mal recuerdo aparecido en su mente.

Hago caso omiso del gesto anterior y sigo escrutando el redondo rostro de Brown, en busca de una pista. Las apuestas suben mientras el humo me incordia cada vez más. Sigo en mi cara de estatua. Y caigo en la cuenta. White dijo que hacía años de ese incidente. Tiempo de sobras para que hasta alguien como Brown se haya creído su propia mentira. Había perdido la concentración. Ahora estoy seguro que va de farol. Me la juego y llego hasta el final. Me llevo toda la apuesta cuando Brown muestra su pareja de seises. Victoria ajustada, pero victoria.

—¡Menuda jugada! ¡Gana con pareja de sietes! El nuevo tiene madera, ¡Una copa de Highlands seco para el muchacho!

Maldito White. Ya le veo venir, quiere emborracharme. Una belleza de camarera me sirve la petición del propietario, exhibiendo un esplendido busto tras un escote que muestra justo hasta donde se puede mostrar. Por un momento casi me suben los colores, pero no olvido la importante razón por la que estoy aquí. Tez de piedra.

Jugando con caballeros, no puedo rechazar la invitación, y White me corea para que lo limpie de un trago. Supongo que tengo que demostrar algo, así que caigo tontamente en el infantil pique y finiquito el vaso en una sola ronda. Lo poco que lo paladeo me hace descubrir el sabor más amargo que he probado jamás. Y mis entrañas arden del vientre a la garganta como si hubiera tragado sal fuman. Hasta en mis fosas nasales noto de repente el olor a alcohol de quemar mezclado con el del tabaco.

Veinte minutos pasan, acompañados de dos lances en los que nuevamente salgo vencedor. Una sonrisa comienza a dibujarse en mi cara pétrea. Y me doy cuenta. Estoy perdiendo el control. Ahora recuerdo, el prospecto decía bien claro: “No deben consumirse bebidas alcohólicas bajo los efectos de este medicamento”. Ahora el humo me parece aún más espeso, y el suelo se bambolea de un lado a otro como una barca haciendo aguas. A duras penas puedo respirar.

Las partidas se suceden, y esta vez en mi contra. Intento recuperar mi rostro inexpresivo, pero las reacciones de mis oponentes me muestran que tan solo consigo hacer el ridículo. Me siento las facciones de gelatina, tiemblo por mi cuerpo tibio y mi corazón acelera y decelera sin control cada vez que miro las cartas. Busco al pianista al que nunca di importancia y no lo encuentro. Pruebo a centrarme en su canción y acompasar mis latidos al metrónomo, pero ahora el instrumento de cuerda me suena caótico y sin partitura alguna. Los oídos me duelen tanto que deben estar sangrando.

Debo haber perdido ya la mitad de mis fichas. Y toda mi dignidad. No sé cuanto tiempo llevo así y no encuentro mi reloj para comprobarlo. Quizás lo haya apostado y perdido para seguir en liza.

Mister Black esta dando las cartas. Me centro en no vomitar cuando un ruido raspado surge de mi trasero. Me ha sonado fuerte pero mis adversarios parecen no haber caído en la cuenta. O al menos han hecho un esfuerzo por ignorarlo. Me temo lo peor.

Y la humedad en mi ropa interior, acompañada de un tufillo que surge de mi trasero, confirman mis sospechas. No llevo una empanada de carne en los calzoncillos, es que me he cagado encima.

Debe ser gracias a esa evacuación que poco a poco me pasan los efectos de la mezcla. Recupero la consciencia y me acompaso al piano. Me duele la cabeza, pero el suelo ha dejado de bailar. Brown y Black se han retirado, y ponen cara de haber soltado bastante dinero. White me mira. El brillo en sus ojos me revela que cree que me tiene en el bote. Debe haber malinterpretado la cara que he puesto al hacérmelo en los pantalones. Ve que en esta jugada me saca de la mesa.

Lo he apostado todo. El centro esta tan cargado de fichas como el cenicero de colillas. Y esas colillas ya rebosan formando una montaña. No sé si quiero saber lo que llevo, pero miro las cartas en juego y miro mi baza. Con la reina entre mis dedos monto una preciosa escalera real de mis amadas picas. Te vas a cagar, Mister White.

1 comentario:

  1. Me quedo con la empanada de carne en los calzoncillos! Que guarrior, jejejeje, Bien descrito, campeón!

    ResponderEliminar